Por: Esteban Aguirre
“¡Sláinte!”, gritaba Freya, la mesera de una pequeña taberna escondida en alguna parte de la campiña escocesa de Inverness, la ciudad de las afueras de Edimburgo que actuaba como nuestro paradero momentáneo.
La búsqueda del brindis escocés corría por las venas de este poco selecto grupo de caballeros y era suficiente combustible para el viaje. “¿Slancha?”, le preguntamos a Freya. Ella respondió con el mismo sonido, hasta que terminó escribiéndolo en una servilleta: “Sláinte”. Significa: A tu buena salud.
La calma de estar en un lugar donde ¡Salú! significa literalmente el deseo de que goces de buena salud me llenaba los pulmones de ese fresco aire de campo, malta y bosta de las más relajadas y pelilarguis vacas que había visto en mi vida.
“Yo le voy a meter el salmón este”, decía la carrasposa voz del Potrus, uno de los dos caciques que venían liderando este convoy de lunáticos amantes del agua de vida, que llevan como bandera el resonar de dos mismas letras (ww) a las que simplemente llaman “vaso con alas”. Del otro lado, Vin Chelus, el segundo cacique, asentía con atenta mirada el pedido
de su colega, repitiendo: “¿Ustedes se dan cuenta de que estamos en el medio de... todo?” Entre las risotadas, me daba cuenta de que en este viaje, “todos éramos copilotos, excepto el copiloto”.
No sé si encontré mi hallo en ese pez que normalmente nada contracorriente, ya que creo que el hallo o regocijo con uno mismo —como se explica en paraguayo— se siente distinto a este novedoso sentimiento. Esto era una mezcla de orgullo, sinceridad, autoestima (dándome cuenta de que, había sido, el amor propio sí existe) y honestidad. Era un honesto momento conmigo mismo, rodeado de entrañables amigos y un gregario pez que irónicamente convive
con un monstruo de míticos orígenes y desconocido paradero: nada menos que el salmón escocés de las más que frescas aguas de aquel afamado Lago Ness. Un pez que dejó de nadar contracorriente y encontró paz en la tierra (o agua, mejor dicho) de aquel huraño monstruo que lleva de marcante Nessie.
Luego de resolver nuestro popular “Pedí vos este, así yo pido este y después compartimos”, los platos fueron encaminados por nuestra nueva amiga Freya. Y la momentánea pausa del elixir escocés para sacudir una necesaria pinta de stout, se hizo presente.
“Unfortunately there are no drunk fish here” (Desafortunadamente no tenemos peces ebrios aquí) me decía Chris, granjero de salmones del Lago Ness — qué lindo título para llevar en la vida—, quien nos explicaba que debido a la vida relajada de estos peces, la grasa que acumulan propone mayor sabor y una mejor textura y tolerancia a tiempos de exposición de cocción, permitiendo que la carne se cocine en sus jugos de mejor manera.
La expectativa de ese bocado de pez convertido en pescado aceleraba el pulso de los comensales, perdidos en sus propias ideas de alguna vez cazar al monstruo y convertirlo en romanitas con chips de mandioca.
Las palabras no son suficientes para explicar el buen pasar entre amigos que cumplen un sueño. Y aún menos si es que el mismo rejunte de entusiastas comparte platos de sabores que creían conocidos, solo para darse cuenta que de viaje, el paladar se convierte no solo en aventurero, sino en curioso timonero de la experiencia de la mente, el alma y el corazón.
Si tuviera que resumir ese bocado de aquel corpulento salmón regado con eneldo, crema doble, vino blanco y el cariño de Freya, tendría que citar al Potrus, que alguna vez, en estado de reflexión, mientras hablábamos de estar viajando de manera presente estando ausentes de nuestros hogares y de su particular técnica de absorberlo todo
un momento a la vez, dijo: “Mi querido Esteban, vos, de lo único que tenés que preocuparte es de respirar seis segundos... cada seis segundos”.
¡Salú!
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