Por: Jazmín Ruiz Díaz Figueredo
@min_erre
Periodista especializada en cultura, género y moda.
Máster en Cultural & Creative
Industries (King’s College London)
Siempre buscamos la historia de amor perfecta, el gesto romántico inigualable, el “y fueron felices para siempre” (aunque el para siempre haya durado muy poco). En cambio, qué poca importancia le damos a los corazones rotos, a las historias de amor no correspondido, a las que están llenas de lágrimas, a las que no encontraron el final feliz. Son esas historias que nuestras amigas escucharon a cuotas: un día entre llantos por teléfono, en un segundo capítulo por Whatsapp, con más decoro y detalles en un café y en medio de la euforia de una noche de viernes, con mucho alcohol de por medio.
Los amores imposibles los disfrutamos en el cine, con abundante pororó; pero no los queremos en la vida real. En la vida ¿real? queremos fantasía: la declaración de amor bajo la torre Eiffel, la boda en colores pastel, la foto perfecta al atardecer; el momento instagrámico. Pero cuando en vez de eso aparece el dolor y, en nuestra desesperada necesidad por dar vuelta la página, hay algo que olvidamos o no podemos predecir aún: Cuánto de lo mejor que somos lo logramos gracias a que nos rompieron el corazón.
Aprendimos a ser más exigentes, nos volvimos más fuertes. Descubrimos que hay que ser más cautelosos a la hora de confiar, dejamos de relegar las cosas que nos divierten para darle el gusto a alguien más. Aunque sea para distraer nuestra mente, profundizamos en nuestros hobbies para terminar descubriendo una vocación escondida. Adquirimos mejores hábitos, aceptamos nuestras imperfecciones. Nos volvimos mejores personas. Nos abrimos a un amor mejor, al más importante de todos: el que se da hacia uno mismo. Y al dejar esa puerta abierta, también permitimos que otras personas lleguen, como compañeras, a complementarnos; ya no para llenar necesidades ni espacios vacíos.
Hoy, recuerdo mi peor 14 de febrero. Abandonada en el sofá, sola, haciendo zapping sin cesar huyendo de la programación especial para los enamorados. Llorando. Y pensando a la vez que me había convertido en esa lamentable protagonista cliché de una comedia romántica clase B en su escena más lastimera. Solo me faltaba el balde de helado.
Ese día aprendí que lo de tener un corazón roto no era una metáfora cursi. Me sentía quebrada. Cada vez que aparecían Julia Roberts o Hugh Grant al cambiar de canal le gritaba a la tele: “¡Me mintieron! Las historias de amor no tienen final feliz.” Yo me sentía todas las mujeres y a la vez ninguna. Pero definitivamente, no me sentía una Julia Roberts.
Cada tanto, lo buscaba en mi teléfono. Con los sentimientos encontrados a un nivel cuasi esquizofrénico, revisaba sus redes con la necesidad de saber qué hacía, dónde estaba y con quién; pero con el temor de leer una noticia suya que me demostrara que para él la ruptura no había significado lo mismo. Aunque sabía, que en cierta medida, era así. Retumbaban en mí cada una de sus palabras. Revivía frase por frase nuestra última conversación. Recordaba cuando en medio de la charla sonó nuestra canción en el café y me desarmé. Y la oración letal: “Yo no siento lo mismo que vos”.
Ahí estaba. De su boca, esa oración de la que había huido toda la vida. Por la que había cortado relaciones mucho más prometedoras anticipándome al miedo que sucediera. Las dijo él. Sin que le afectara el tono. Y de repente, todo cambió. Yo ya no era la misma ni él tampoco.
Así, con siete palabras. Se había terminado.
Mientras revivía todo eso volvía a aparecer Julia Roberts en la escena final de la reconciliación y no aguanté. Le tiré un almohadón que apenas esquivó el televisor y me ahogué en llanto. Recién ahora hice las paces con sus películas y entiendo lo que querían decirme: enamorarse es como cualquier proceso en la vida, donde se cometen errores y únicamente aprendiendo de ellos vamos avanzando hacia un siguiente nivel. Que la escena final del beso no tendría sentido sin la escena lastimera en el sofá. Por eso, el próximo 14 de febrero, celebremos también los corazones rotos y nuestra capacidad de reponernos a ellos.
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