Por: Jazmín Ruiz Díaz (@min_erre)
Periodista especializada en cultura, género y moda
Durante casi todo el primer año de mi primer trabajo como periodista, los nervios y el dolor de panza eran una sensación constante. La realidad era que me sentía muy insegura: había conseguido un puesto bastante competitivo, estaba rodeada de profesionales más que capacitados y era un medio que admiraba desde hace tiempo. Yo era entonces una chica que apenas empezaba la facultad, muy tímida en general y sin mucha fe en mi calidad como redactora. Mientras que la editora de mi nuevo trabajo tenía estándares muy altos para su equipo (justo era la época de El diablo viste a la moda y yo la veía como la encarnación de Miranda), el puesto me requería escribir a un volumen demandante, corregir los textos de los colaboradores —toda gente con mucha más experiencia que yo— y hacer entrevistas extensas y personales a celebridades locales, y a veces, internacionales.
Además, como era una publicación de cierto nivel, el trabajo involucraba constantemente asistir a eventos y actividades sociales a las que simplemente no pertenecía. Ni hablemos de que no tenía los recursos para comprarme ropa, moverme en auto y otros símbolos de status. Tampoco ayudaba el hecho de que la gente que trabajaba conmigo venía, en su mayoría, de los colegios más aspiracionales y, básicamente, compartía el mismo círculo social.
Todo este contexto alimentaba ese dolor de panza y me hacía vivir en una angustia constante a ser “descubierta”, bajo el terror de que alguien me apuntara con el dedo y me dijera que ese no era un trabajo para mí, que se equivocaron al contratarme. Lo que sucedió al final, sin embargo, fue todo lo contrario: trabajé casi dos años en ese lugar para después renunciar por una oferta mejor en un grupo de medios más importante. De mi primer trabajo salí con amigos, incluso entablé una excelente relación con mi exjefa, que continúa hasta el día de hoy. De hecho, una de las mejores cosas que me dijo unos meses antes de que yo renunciara, es que me había elegido porque fui a la entrevista “vestida para el puesto que apuntaba lograr”, confirmándome que la única que no creía ser digna del cargo que tenía, era yo misma.
Tampoco me animaba a compartir con mis amigos, y ni siquiera, con mi familia, esa inseguridad y nervios que me perseguían a todos lados, y que reaparecían cada vez que cambiaba de trabajo o que se me presentaba una oportunidad desafiante. Sin embargo, con la experiencia y el paso de los años, fui lidiando mejor con mis ansiedades y terminé domando a la bestia que me hacía doler el estómago… Hasta este año, cuando empecé mis estudios de doctorado en una de las mejores universidades de Reino Unido. Ahí estaban otra vez todas esas sensaciones incómodas: la inseguridad, el miedo, y la voz interna que me repetía que no me merecía ese logro y que pronto iban a descubrir mi incompetencia. Y así me sentí por unos meses, hasta que pude ponerle nombre a lo que me pasaba: Estaba experimentando lo que las psicólogas Pauline Rose Clance y Suzanne Imes llamaron “Síndrome del impostor”.
Quienes padecen de este síndrome, sienten que sus éxitos son producto de la suerte y, por lo tanto, viven con temor a ser desenmascarados. Aparentemente, siete de cada 10 personas sufren pensamientos tóxicos de este tipo a lo largo de su vida. La misma Michelle Obama confesó que aún después de ser la primera dama de una de las naciones más poderosas del mundo por dos periodos consecutivos, seguía lidiando con la idea persistente de ser un fraude.
La psicóloga Valeria Young identifica varias tipologías dentro del síndrome. Están los perfeccionistas, que se ponen metas tan altas que se cuestionan su competencia ante el mínimo indicio de fracaso, y los expertos, que son los que no se animan a dar su opinión en una reunión laboral por temor a quedar como tontos. Por otra parte, los genios naturales son aquellos a quienes todo les sale fácil, así que apenas se encuentran con un área desafiante, escuchan una voz interna tildándoles de impostores. También están los solistas, que se sienten como fraudes cuando necesitan pedir ayudar ya que consideran que el esfuerzo debe ser solitario, y finalmente, los superhombres y las supermujeres, que necesitan sobresalir en cada aspecto de su vida.
Pero más allá de que digan que pasa por sobreexigirse y ser poco tolerante con una misma, hay un factor social externo que, por lo menos, incentiva la aparición del síndrome. No es casualidad que las principales víctimas sean las mujeres, o que sea tan común entre estudiantes de doctorado. Como escuché hace poco a través de la experiencia de periodistas de color que trabajan en el medio británico The Guardian: El problema con el síndrome del impostor es que reduce el problema de la pertenencia a una situación individual. Sin embargo, si siendo una mujer de color entrás a una habitación donde todos los demás son hombres blancos, es inevitable sentir que una no pertenece o que ha llegado ahí por suerte. Así que sin dudas, espacios de trabajo más diversos, inclusivos y cooperativos, van a tener profesionales más capacitados, menos inseguros y con muchas ganas de aportar.
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