La presentación de Shakira y J. Lo en el entretiempo del Super Bowl fue una mezcla de emociones: Sentí nostalgia hacia las épocas de mi adolescencia frente a MTV; también una tremenda admiración hacia estas dos referentes latinas dando un espectáculo del mayor nivel a una audiencia global. Pero al mismo tiempo no podía evitar una cierta sensación de incomodad.
Texto: Jazmín Ruiz Diaz (@min_erre)
Periodista especializada en cultura, género y moda
¿Ver a una mujer de 50 y a otra de 43 exacerbando su sensualidad y sexualidad al pleno frente a millones de personas me generó incomodidad? Por supuesto que no, muy al contrario. Considerando que vivimos en un sistema que condena a las mujeres por envejecer y espera conductas “apropiadas” acordes a cada edad, las formas en que ambas siguen abriéndose paso en la mercenaria industria de la música (y del cine, en el caso de J. Lo) es algo digno de resaltar. El problema más complejo, en realidad, no viene de ellas, sino de esa misma industria, y tiene que ver con la representación. Pero antes de adentrarme en este tema, necesito explicar mejor mi historia personal con ambas.
Yo crecí siendo fan de Shakira. Sí, soy de quienes la extrañan pelirroja, con jeans gastados y letras poéticas e irreverentes que hablaban desde lugares en los que yo me podía sentir identificada. Primero, de ser una adolescente que creció en la capital de un pequeño país de Sudamérica entre los 90 y la primera década del 2000, agarrando el auge de internet en sus inicios, conectada a un mundo que le ofrecía inalcanzables referentes pop en habla inglesa, pero ninguna figura con acento local. Segundo, de entrar a la adolescencia viéndome en el espejo con un cuerpo que tenía más curvas de las permitidas para lograr la elegancia europea plasmada en las revistas de moda, pero no las suficientes como para alcanzar la sensualidad irresistible que me mostraban los pocos modelos de mujeres latinas que se veían en esa época. Tercero, de estar construyendo mi autoestima e identidad, descubriendo el amor, el deseo y mi relación con los hombres siendo tímida e introvertida, y encontrando un escape en los libros, la música y el escribir. Shakira conectaba con todo eso.
Jennifer López, en ese entonces, representaba lo opuesto. El ideal de mujer latina: súper sensual, con unas curvas inalcanzables y haciendo de ellas su sello distintivo. Shakira, en aquel entonces, era una colombiana cantándole a las mujeres de distintos puntos de Latinoamérica, en su idioma. J. Lo., en cambio, era Jenny from the block, haciendo referencia a su crianza en el barrio neoyorkino de El Bronx. Estadounidense pero con padres puertorriqueños, J.Lo —como cantante, como actriz, como figura del show business— representaba a “la” mujer latina para un público anglosajón. Esta figura se definía por la hipersexualidad del cuerpo, con énfasis en la parte trasera: un objeto de deseo para la mirada del hombre blanco. Como escribieron en un artículo para Vox, eso no significa que J. Lo. no sea una artista multifacética y talentosa; sino que a pesar de todos los logros de su carrera, el discurso que se generó en torno a ella fue siempre a menor escala sobre su trabajo y en mayor medida sobre su cuerpo. El cuerpo.
Con el tiempo, sin embargo, mi relación con ambas artistas fue cambiando. Cuando Shakira despegaba en Estados Unidos, sufrí un momento de rechazo ante este renacimiento como un producto de mujer latina para el consumo anglosajón (después tuve la oportunidad de ver su talento en vivo y entendí que estaba todo bien, Shakira seguía siendo la misma de la que nos enamoramos a los 15). J. Lo., sin embargo, se empezó a ganar mi simpatía por motivos distintos. La empecé a descubrir como una supermujer que, lejos de someterse a las reglas del juego, se las reapropió y las utilizó a su favor. Si la ven como un cuerpo, ella decidió llevarlo al extremo: perfeccionándolo más allá de lo que se pudiera considerar posible para una mortal. Especialmente tras su aclamado rol para la película Hustlers como la stripper Ramona, que le exigió un duro entrenamiento en pole dance: “La manera en la que hablamos del cuerpo de López ha cambiado. Empezamos a discutir menos su cuerpo como un objeto y más sobre el trabajo que su cuerpo puede hacer”, escribe Constance Grady (Vox, 2019).
Y eso se vio reflejado mejor que nunca en su presentación para el Super Bowl desde el momento en que aparece en un body de cuero y subida a un caño. Su cuerpo es capaz de todo. Shakira, refuerza el mismo punto poniendo el énfasis en el baile. En el caso de ambas, las caderas no mienten. Y eso nos encanta, pero también nos preocupa. De este encuentro de las dos máximas divas de la música latina a nivel global salieron incontables titulares. La mayoría de ellos hablaban de “poder latino”. Y fue así. Pero si bien son dos excelentes embajadoras, la idea de reducir la diversidad de razas, culturas, identidades y cuerpos de Latinoamérica a una sola, resulta problemática. Significa que aún nos miran desde una industria donde lo “latino” representa “lo otro” y donde las mujeres somos reducidas y fetichizadas bajo unos ideales que no nos representan en la mayoría de los casos.
Por eso quiero aclarar que no, de ningún modo esto es una crítica hacia las dos magníficas artistas que, además de talento y espectáculo, hicieron una performance profundamente política para los tiempos que vive Estados Unidos, como el hecho de incluir niños en jaulas como referencia a las crueles prácticas contra los migrantes que impuso Trump. A ellas las queremos seguir viendo brillando, bailando y cantando por muchos años más. Pero también esperamos que la diversidad de la producción creativa hecha por mujeres de Latinoamérica pueda ir ocupando mayores espacios, hasta que deje de ser la responsabilidad de solo un par de artistas representarnos.
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